Tras los primeros experimentos quedó manifiesto que las personas depresivas no eran aptas para la vida en el espacio.
Antes de la expansión del hombre por la galaxia, cuando aun no habíamos salido siquiera de nuestro planeta, se tomaban pequeños grupos de expertos que entusiasmados se prestaban voluntarios para pasar periodos de tiempo aislados en simulaciones de colonias. Pasaban largo tiempo encerrados, todos juntos, en pequeñas bases totalmente aisladas del exterior. Sin cielo. Sin sol. Sin campo. Sólo ellos y una serie de habitaciones en las que se dedicaban a realizar tareas experimentales o de mantenimiento, pruebas intelectuales, ejercicio físico, a leer o a jugar a juegos de mesa.
La falta de luz solar producía una deficiencia en la producción de serotonina, una de las sustancias que básicamente nos hacen sentirnos felices. Las personas con menos producción de serotonina, las más propensas a la tristeza, se volvían melancólicas, desganadas, o incluso caían en crisis nerviosas y depresiones profundas, tras las que suplicaban abandonar el experimento y salir al exterior, aporreando las puertas de la base.
Algunos seres humanos necesitaban el sol para ser felices.
Entonces empezamos a colonizar. Teníamos que hacerlo para sobrevivir. El espacio y los recursos en la Tierra ya no eran suficientes. Empezamos por Marte. La única luz que recibían los colonos era una débil y cenicienta que entraba por las pequeñas ventanas de las bases, en su mayor parte subterráneas para evitar los impactos de asteroides. Ningún depresivo fue aceptado en las primeras colonias. Ninguno de esos yonquis de la serotonina.
Entonces llegaron los impulsores de salto que permitían a las naves viajar a más velocidad de la que habían alcanzado nunca. Llegaron los portales de vibración presencial programada, que permitían a las naves entrar en uno de aquellos anillos en un punto del espacio y salir inmediatamente por otro mucho más lejano. La combinación de los impulsores de salto y estos portales permitían a las naves situar estaciones cada vez más y más lejos. Cada portal de salida era el punto donde se construía otra estación y se iniciaba el viaje para construir un anillo de salida más lejano. Pronto cubrimos el espacio entre las estrellas. Llegamos a otros sistemas. Nos instalamos en cientos de planetas tolerablemente hostiles, que recibían las más diversas gamas de luz estelar, pero ninguna tenía nada parecido a la luz que llega a la Tierra. La luz que vuelve el cielo azul. La luz que te baña en la playa. La luz que vibra entre las hojas de los árboles y te da en los ojos mientras paseas en bicicleta. La luz que te dice: "Es de día, hora de estar feliz y activo".
En ninguno de esos planetas vivió ningún depresivo. La gente alegre tenía hijos alegres, y si no, la selección genética pre-natal se encargaba de asegurarse de que salieran alegres.
Los depresivos, los melancólicos, los que tenían el más mínimo trastorno de humor, los inestables, los que se daban a sustancias como el alcohol o a adicciones como los juegos de azar para olvidar el dolor de la vida, se quedaron en tierra, sin permiso para viajar al espacio o a otros mundos. A cualquier viajero se le hacían pruebas previas para asegurarse de que era anímica y psicológicamente sano. Para asegurarse de que tras meses viviendo en bases subterráneas, en una estación espacial, o en un planeta donde apenas llegaba la luz mortecina de una estrella extraterrestre, no iban a caer presas de la melancolía y a convertirse en ciudadanos inútiles para la comunidad, a suicidarse o incluso a volverse locos y atacar a sus congéneres.
Los depresivos se quedaron en la Tierra, teniendo hijos depresivos, multiplicándose.
La tristeza se quedó en casa.
Un día la Tierra murió. Era cuestión de tiempo. Fue un meteorito.
La especie humana se convirtió así en una raza formada únicamente por individuos felices y productivos, perfectamente capaces de segregar sus propias dosis de serotonina en cualquier entorno.
Nadie que mirara melancólico por la diminuta ventana de la colonia, contemplando una superficie yerma, preguntándose qué sentido tenía todo. Nadie que bebiera hasta desfallecer para olvidar que su vida no tenía propósito. Nadie que se viera invadido de repente por la más absoluta tristeza y sólo se sintiera capaz de quedarse todo el día tumbado en su camastro llorando.
La tristeza había desaparecido de la galaxia.